Parador con historia

Clara llegó al Parador de Plasencia en una tarde de noviembre, con una libreta bajo el brazo y el corazón latiendo al ritmo de las historias que esperaba descubrir. Era historiadora, especializada en edificios que guardaban capas de memoria, y aquel lugar —una amalgama de convento, iglesia y palacio— prometía ser un códice de piedra. La fachada renacentista, con sus cuatro columnas corintias erguidas como centinelas, la recibió con un silencio que pareció decir: Aquí empieza lo que no se cuenta.
Después de hacer el check-in, clara subió a su habitación de color blanco con vigas de madera, una cómoda cama, con almohadas y cojines blancos, alfombras y cuadros colgados que daban una sensación de estar en un palacio antiguo lujoso pero con las comodidades de hoy. El baño muy luminoso con una gran ducha, artículos de baño y unas toallas sedosas y delicadas.

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Eco de Milagros

En el claustro, donde las bóvedas góticas se entrelazaban con azulejos talaveranos del siglo XVI, conoció a Marcos, un anciano que aseguraba ser descendiente de los antiguos jardineros del palacio de los Zúñiga. Sus manos, nudosas como las raíces del naranjo del patio, señalaron hacia la escalera volada de 1577, una impresionante obra tallada en piedra granítica, maestra de la ingeniería, que es una pura fantasía que desafía la gravedad.
—Esas gradas de granito —murmuró, mientras la luz del ocaso doraba los arcos irregulares— las subió don Juan de Zúñiga el día que regresó de la muerte.
Clara inclinó la cabeza, intrigada. Marcos relató entonces la leyenda: Juan, hijo único de don Álvaro de Zúñiga y Leonor de Pimentel, había caído enfermo de fiebres a los diecisiete años. Cuando los médicos lo dieron por muerto, su madre, vestida de luto desgarrado, se arrodilló ante un relicario de Vicente Ferrer —recién canonizado— y juró construir un convento en su nombre si él devolvía el alma a su hijo. Al amanecer, el joven despertó frío y pálido, pero vivo.

—Dicen que su primer aliento fue tan frío como esta escalera —susurró Marcos, tocando la piedra—. Y que Leonor, cumpliendo su promesa, eligió para el convento el solar de una antigua sinagoga. "Que la fe venza a la ausencia", dijo.
Clara decidió disfrutar de la comida en el Parador para degustar de los productos extremeños de proximidad, como es el Valle del Jerte, en forma de verduras y magníficas carnes y la cereza. el comedor está ubicado en una sala capitular donde está el friso de azulejos policromados talaveranos del siglo XVI además de un impresionante artesonado de grandes vigas.
Clara decidió probar la sopa de cerezas del Valle del Jerte y un segundo plato de secreto de cerdo ibérico a la parrilla con batatas asadas con castañas y salsa de oloroso.
Por la tarde Clara se propuso conocer la ciudad histórica, Cruzó la Puerta del Sol, donde las murallas del siglo XII se alzaban como guardianes desgastados por el tiempo. Su primer destino fue la Catedral Vieja, con su torre del Melón.

Siguió el trazado irregular de la judería, donde las fachadas encaladas escondían patios con naranjos. En una esquina, una placa desgastada recordaba que allí hubo una sinagoga, siglos antes de que los Zúñiga levantaran su convento. Clara rozó la piedra con los dedos, preguntándose cuántas oraciones quedaban atrapadas en esos muros.
Al llegar a la Plaza Mayor, se detuvo frente al Ayuntamiento renacentista. Los escudos de los reyes Carlos V y en la torre de la izquierda esta el "Abuelo Mayorga" instalado en la torre para dar la hora a la población, mientras las cigüeñas trazaban círculos perezosos en el cielo. Compró un puñado de cerezas en un puesto callejero y al final, regresó al Parador. Al pasar frente a la iglesia de Santo Domingo, el sol poniente encendió los vitrales, proyectando sobre la fachada una constelación de colores que parecían guiñarle.
Clara sonrió: Plasencia no era solo una ciudad histórica. Era un mapa de voces superpuestas —romanas, judías, cristianas— que seguían hablando en sus piedras, sus fuentes y sus sombras alargadas. Y ella, con cada paso, había aprendido a escucharlas.

Al marcharse, Clara supo que el Parador no era solo un edificio. Era un diálogo entre siglos: sus escaleras guardaban pasos resucitados, sus muros, plegarias judías convertidas en cánticos cristianos, y en algún lugar entre el claustro y el palacio, Leonor de Pimentel seguía velando a su hijo... y a todos los que osaban escuchar. Plasencia, como siempre, guardaba sus secretos. Pero a veces, muy de vez en cuando, los dejaba respirar.